Recetario

La arquitectura de un plato tiene en la trufa a una valiosa aliada para redondearlo con un aroma penetrante y embriagador. Como «perfume universal para sibaritas» definió la trufa el periodista y gastrónomo altoaragonés José Manuel Porquet Gombau.

Decía que la trufa es, sobre todo, un perfume que, con sólo añadir unas virutas, puede dar una nueva dimensión a unos simples huevos al plato o convertir en sublimes unas lentejas estofadas.

Las aplicaciones gastronómicas comenzaron en la zona altoaragonesa donde se recolectaba casi a continuación. La propietaria del Lleida en Graus, Consuelo Arcas, recuerda que el suyo fue el primer restaurante de esta zona donde se hizo gallina trufada. En el hotel, explica también, había banquetes de boda y «preparábamos una pasta de hojaldre con una trufa dentro. Se ponía al horno y, cuando estaba un poco cocido, se añadía una bechamel que también llevaba trufa y se ponía a dorar. Eran raciones individuales».

Las recetas existían, aunque la trufa fuera muy poco conocida, hace cien años. Uno de los cocineros más destacadas por su actividad divulgativa fue Ángel Muro, quien trabajó en la segunda mitad del siglo XIX. Porquet Gombau rescató en uno de sus artículos unos escalopines de solomillo con trufas. Se cuecen las trufas —cortadas en rodajitas— en una pequeña cantidad de caldo animada con una copita de jerez, añadiéndose después un poco de jugo de carne. El solomillo, recortado en trocitos delgados y regulares, se pasa por la sartén en manteca de vaca y se mezcla después con el caldo que lleva las trufas.

La trufa negra en la cocina